Cambio de Morada
Salí a la calle dejando atrás por un rato, el nuevo lugar donde me estaba alojando. Comencé a caminar hacia un lugar específico, un lugar que conocía de varios años atrás, pero al que nunca me había interesado ir. Mi educación siempre se ajustó al razonamiento lógico y a los principios de las técnicas científicas, por esa razón, supongo, siempre fui un descreído de los curanderos y de los manos santas. Pero, ante mis últimos resultados médicos negativos, me convencí que con intentarlo no perdía nada, considerando además que la ciencia hasta el presente, había resultado ineficaz ante mi grave enfermedad.
Debo reconocer que al final terminé aceptando las recomendaciones de algunas viejas vecinas bien intencionadas, “Es una mujer que no cobra, y es sabido que ha hecho curas milagrosas”, me decían. Por lo tanto allá fui.
Ni bien arribé a mi destino, vi que la puerta de calle estaba abierta, por lo tanto, dejando de lado mis prejuicios… entré.
En la improvisada salita de espera, había varias sillas vacías salvo una, la ocupaba una señora mayor . Estaba con sus ojos cerrados, pero su rostro reflejaba una evidente amargura. Saludé en voz baja tratando de no alterar ese instante de concentración, ella ni me contestó. Me quedé parado en un rincón del cuarto, como intentando pasar desapercibido por si alguien llegaba y me reconocía. Me dediqué a mirar varios de los retratos que colgaban de las paredes. Creo no equivocarme, eran de Ceferino y La Madre María.
A los pocos minutos se abrió la puerta del digamos… “Consultorio” y una joven algo bonita se retiró con una sonrisa esperanzadora. Pasó cerca mío y me ignoró olímpicamente. De cualquier manera al contemplarla, se me cruzó de inmediato un pensamiento: <<Algún mal de amor solucionado>>.
Enseguida la señora que aguardaba ahora con sus ojos abiertos, se levantó con alguna dificultad y se introdujo en el cuarto. Con suavidad cerró la puerta detrás de ella.
Los minutos transcurrían y aunque no estaba cansado el aburrimiento se me instaló, así que me senté en la misma silla donde solo un rato antes había estado la señora. Después de unos cuantos minutos, la puerta se volvió a abrir y la mujer igual que la anterior, se marchó con idéntica expresión de alivio en su rostro.
Había llegado mi turno, por lo tanto con mi mejor sonrisa me levanté y con algo más de esperanza, también entré.
Mis pupilas tardaron algunos segundos en acostumbrarse a la penumbra reinante. Una mujer mayor de cabellos largos y entrecanos, algo desaliñada pero con gesto afable, parecía que me estaba aguardando. Con sus ojos entornados estaba sentada detrás de una mesa repleta de papeles, crucifijos, velas apagadas y cantidad de cintas de diversos colores. Sobre un costado una hoja de papel de diario y sobre él un manojo de tabaco de un color oscuro. El ambiente estaba impregnado con el perfume de sahumerios. La mística de ese lugar me sorprendió, entonces tímidamente y en silencio, me senté frente a ella. La mujer solo tardó unos segundos, luego alzó sus parpados y sus ojos se abrieron de manera desmesurada. Me iba a disponer a explicarle mi problema, pero ella se puso de pie de inmediato. Me sorprendí y la miré fijo. La mujer en ese momento ni pestañaba, su boca también se abrió y sin darme oportunidad a decir algo, comenzó a rezar. Al comienzo fue como un murmullo, pero a medida que transcurrían los segundos, el volumen de sus ruegos iba en aumento. Con la uña de su dedo pulgar, comenzó a hacerse la señal de la cruz de manera reiterada.
En ese momento llegué a pensar <<Esta mujer sí que es buena, se dio cuenta de inmediato la causa de mi problema>> Entonces yo también me puse de pie. Ella con las manos temblorosas encendió una vela que luego sujetó con su mano izquierda, mientras que con los dedos juntos y extendidos de su derecha, comenzó a hacer delante de mis narices, el dibujo repetido de una cruz imaginaria.
Solo habrían transcurrido unos cinco minutos de mi llegada, y ¡cosa de locos!, me di cuenta que ya me estaba sintiendo mejor, así que le agradecí amablemente y antes de retirarme, alcancé a ver que la mujer se desplomaba como extenuada sobre la silla. En la sala de espera una pareja estaba esperando para entrar, gané la calle muy conforme.
El aire fresco de la tardecita me hizo bien, respiré hondo y encaminé mis pasos hacia el nuevo alojamiento donde mis hijos, visto mi delicado estado de salud, habían decidido llevarme.
En realidad, no me siento muy a gusto en ese lugar, pero que les iba a decir. Lo que si extraño con locura es mi cama, esta nueva es muy incómoda y bastante dura, nada que ver con mi viejo colchón de lana, que los años moldearon con la forma de mi cuerpo.
Al llegar, me llamó la atención ver en la puerta a un grupo de personas que conocía del barrio. Aunque no estaba cansado, pensé que igual me iba a venir bien recostarme un rato, así que los saludé y entré.
Al final del amplio pasillo vi a mi hija que había venido a visitarme, estaba con la mirada perdida en el infinito. Se cubría la boca con sus manos y sus ojos estaban rojos de tanto llorar. Me alarmé, era evidente que algo no estaba andando bien. No se por qué razón, pero al levantar la vista, pude leer lo que ese cartel decía. Un frio glacial inundó mi alma y las piernas se me aflojaron, volví a alzar la mirada y confirmé lo que decía. En ese preciso instante reflexioné sobre lo sucedido ese día, y con profunda amargura, me di cuenta por qué razón estaba yo alojado, en esa casa velatoria.